miércoles, 16 de abril de 2014

Carretera de circunvalación



La autopista de circunvalación se engulle a sí misma. En su anillo interminable va digiriendo sin cesar una procesión de coches adormecidos bajo la luz mortecina del amanecer. Al fondo, tras una espesa cortina gris, se adivina la ciudad.

Pedro se dirige al hospital  para ver a Elena, posiblemente por última vez. Le gustaría realizar la visita y regresar luego al trabajo, así que prefiere no modificar su rutina diaria. Tiene sentimientos ambivalentes respecto a volver a encontrarse con ella, aún sabiendo las circunstancias en que se dará tal encuentro. Por un lado, la carga de reproches que lleva años acumulando le hacen sentir que el desenlace es un acto de justicia; por otro, no se imagina que no exista, al menos, la posibilidad de algún reencuentro futuro.

Ensimismado, mira a los coches del carril que ahora van adelantándolo en el mismo ritual   de vaivén matutino, pero apenas los ve. En su interior se van formando imágenes, escenas de las que ha estado huyendo todo este tiempo y desde esa nebulosa aparece con claridad la voz de Elena.­­

 Odio estas carreteras de circunvalación, son como nudos que asfixian a las ciudades. Es horrible. ¿No te cansa esta rutina?
—¿Cansarme? Es una rutina obligatoria o la asumes o…
¿O qué? —retó ella.

Por un momento aquella pregunta infantil se paseó por la mente de Pedro como una puerta entreabierta. Luego, enseguida, recobró el sentido común.

¿Cómo qué o qué?, ¿de veras te tengo que contestar a eso?

Pedro adoptó un tono vehemente, o recordó haber adoptado un tono vehemente. Ella se quedó mirándolo sin afectación.

No sé, no me imagino viviendo con resignación esto cada mañana del resto de mi vida.
¿Y qué harías entonces? —preguntó Pedro.
Vivir—respondió ella sin atisbo de duda.

¿Era tan simple como eso? Un claxon, varios inmediatamente, le impelen  a avanzar algunos metros más. Se incorpora a la comitiva mecánicamente mientras los recuerdos avivan  el peso de lo cotidiano, del cielo plomizo, del trasiego de miradas desoladas tras los cristales, de la libertad que tuvo un día entre sus dedos, de la piel que le ofreció el camino,..

¿Te importa si me voy contigo mañana?
Claro que no… por supuesto… sí
Es que como apenas nos conocemos de nada… pensarás que soy una fresca.

Elena sonrió y él desvió su mirada algo confuso, luego se apresuró a corregirla esforzándose a conciencia por desmentirlo con frases que sonaron a vacías. Ella lo cortó con un beso espontáneo en las mejillas.

Gracias. Eres muy amable.
  
Nuevamente ella le devuelve una hermosa sonrisa. Esa noche no  pudo apartarla de su mente, ni esa noche ni las siguientes. Los fines de semana se empezaron a eternizar en un  anticipo del dolor que intuía cuando se acabaran los lunes. Se preguntaba si ella habría notado algún cambio y la duda lo azoraba.

A medida que avanza por la autopista, los recuerdos se le van anudando a la garganta en un puzle sin orden.

¿Qué tal tu fin de semana?
Bien —mintió.
Yo no  he parado, estoy agotada… —dijo ella exultante, luego comenzó a relatar con detalle las causas de su cansancio.

Pedro conducía sin apartar la vista de la carretera. Las filas de coches pasaban con exasperante lentitud. Elena no pareció asombrada al verlo golpear varias veces el claxon con impaciencia. No quería estar allí, encerrado, escuchando lo que le contaba. Entonces ella, en un momento, detuvo el relato  y le dijo abiertamente.

Sé por qué has reaccionado así.

¿Cómo pudo saberlo? Piensa en aquella frase. Aún hoy le cuesta encontrar algún gesto suyo que pudiera haberlo delatado. A la derecha, desde  un coche con la ventana bajada, un conductor lo mira fijamente. Parece recriminarle su indolencia. Sólo entonces se da cuenta de que le toca a su fila adelantar unos metros.

Los primeros y más sucios edificios de la ciudad se muestran al fin. Pedro intenta concentrarse para tomar el carril adecuado. Se deshace durante un instante del rostro y de la voz de ella y pisa suavemente el acelerador. No tiene prisas. No sabe siquiera si desea llegar. Podría presentarse en el trabajo y explicar que al final no había tenido que ir al hospital. Nadie le pediría explicaciones.

Recién levantado, sin haber realizado aún los ejercicios para el cuello y la espalda delante del espejo del cuarto de baño, escuchó el sonido de un mensaje en el móvil. Le molestó sobremanera, pero no pudo evitar abrirlo. Un escueto “Hola” apareció de pronto en la pantalla. Miró la pequeña foto en el ángulo superior y sintió que el corazón le daba un vuelco. Unos latidos ya casi olvidados. “Tengo que decirte algo, ¿te llamo?”. Tras un instante dubitativo, finalmente  escribió: “No”. Introdujo las dos letras temblando, luego añadió: “preferiría no hablar contigo”, y finalmente, “lo siento”. Ella, no obstante, continuó escribiendo. “Me trasladan a Houston”. Él esperó sin atreverse a preguntar. “Al Anderson Center, ya sabes. ¿Te imaginas?”. No fue capaz de responder.  “Me gustaría verte” volvió a escribir ella. Pedro no se sentía con fuerzas para reaccionar. De pronto se limitó a copiar: “Al Anderson Center”, ella devolvió enseguida el mensaje. “¿Te imaginas?”, insistió, queriendo encontrar un hilo que conectara con algún momento en la vida de ambos. No, no se lo imaginaba. Lo primero que pensó fue en lo costoso que debería ser ese centro, un pensamiento que le permitiera distanciarse,  y luego, solo después, la imaginó deteriorada por algún tipo de cáncer. “Quisiera despedirme. Igual me gusta tanto aquello que decido no regresar nunca más”. Él  hacía tiempo que no la esperaba. La daba por perdida. Un día abrió los ojos y descubrió el mar, esa sensación atávica que te devuelve a algún lugar que ignorabas que existiera. Otro, igualmente inesperado, vuelve la estepa, insondable y árida. Y así, un día también,  para sobrevivir, tienes que elegir: un mar improbable o la plúmbea seguridad de lo familiar.  Le preguntó por el nombre del  hospital y después escribió un lacónico: “Iré”. 
  
En la carretera hay un silencio tenso, expectante.  ¿Continuará su ruta habitual o se desviará? Él siempre ha cumplido su palabra. Nunca ha fallado a nadie, ¿a quién podría haber fallado? Decide, claro, acudir. Nota de nuevo el rugir de motores que se disponen a distribuirse por los afluentes en que se abre este río angosto.

Tengo un remedio infalible para ti.
No estoy enfermo.
Bueno —continuó ella, —estás así,… como triste.
No estoy triste —se defendió Pedro. Intentó mostrar una sonrisa que lo corroborara, pero finalmente se truncó en una mueca extraña de la que se arrepintió enseguida.
Sí, tienes la triple T: tristón, triste, tristísimo. Detén el coche un momento.

Frenó ligeramente con la intención de asegurarle que estaba equivocada, pero sin tiempo de reacción vio como abría la ventanilla, sacaba medio cuerpo  y gritaba: “¡Un momento, por favor!: ¡Es una emergencia, una emergencia!

¡Estás loca! Vuelve adentro.

Intentó agarrarla para forzarla a volver, pero se detuvo indeciso, sin saber por dónde cogerla. Ella se metió de nuevo en el interior  y cerró la ventanilla. Lo miró a los ojos sin decir nada. Pedro se sintió extrañamente amenazado.  Elena le quitó las gafas y las dejó indolentemente sobre la guantera, él las siguió preocupado por si se arañaban los cristales, pero ella puso ambas manos sobre su rostro y lo obligó a mirarla, se le acercó y cuando estaba muy cerca de sus labios musitó: “Te hace falta un B60, quizás un B120”, y lo besó con suavidad. Un beso prolongado. A Pedro le pareció prolongado y aún más prolongado ahora, mientras lo recordaba. Sintió que estaba a punto de estallar una sinfonía de quejumbrosos bocinazos. Pero no ocurrió. O quizá sí. El Sol se coló por la ventanilla y notó el calor sobre sus párpados cerrados. Ella se despegó con delicadeza, pero él siguió dejándose bañar por la cálida luz intentando retener aquella sensación durante un  instante.

Realmente estaba enfermo —dijo al fin sonriendo mientras notaba cómo fluían en su interior colores desconocidos —¿Cómo has dicho que se llama este remedio?
B60 —dijo Elena.
Creo que necesitaría un B120, ¿lo has traído?

Alguien, en algún momento, había sembrado unos arbustos aparentemente mustios en las medianas de la autopista. De esas hierbas venidas a más, habían nacido incomprensiblemente unas hermosísimas flores blancas. Desde los coches, que avanzaban parsimoniosos, se oían canciones de amor o todas las canciones parecían de amor. En la entrada de la ciudad, también de repente, unos artistas anónimos habían dibujado en los tristes laterales de los edificios  unos espectaculares murales con motivos urbanos.

Pedro  abre los ojos y mira ahora aquellos edificios. Los desconchones retratan su abandono. Busca algo que demuestre que alguna vez fueron lienzos repletos de vida, pero no lo encuentra. En la mediana, los arbustos están cubiertos de un serrín grisáceo.

Gira hacia la derecha, en dirección al  hospital. Ya dentro del recinto busca un aparcamiento. No sabe si es o no normal que haya tantos disponibles. Quizás sea muy temprano aún. Ignora las normas de visita de los hospitales. Se queda dentro del coche sin atreverse a bajar, inseguro sin un trazado que lo conduzca al lugar habitual.

Un día me verás por la calle y no me reconocerás.
Sí, —sonrió Pedro —seguro. Si te veo de pie, andando  y a plena luz del día no te reconoceré. ¿Llevas la medicina?
Siempre la llevo encima —dijo ella acercándose al asiento de él—, pero es posible que de noche haga incluso más efecto.
¡Uf! —dijo él entregándose —, podría convertirme en un adicto. ¿Por qué dosis vamos?




Vacilante aún, se baja del coche y se dirige a la entrada. Al instante duda si ha cerrado o no la puerta, vuelve sobre sus pasos e intenta abrirla sin conseguirlo. Siente un fuerte deseo de marcharse, pero se contiene. Mientras camina, le manda un mensaje por móvil a Elena, espera un poco antes de entrar, pero no recibe respuesta. Es posible que duerma, incluso que esté sedada, se dice a sí mismo. Alrededor del aparcamiento se extiende una amplia zona ajardinada que desprende un olor a hierba fresca. Pedro se queda mirándola abstraído.

¿Qué te ha parecido? —le preguntó Elena sentada a horcajadas sobre él.
Mucho mejor. No conocía este parque —dijo él dejándose caer sobre la hierba.
No creo que conocieras nada fuera de tu rutina —dijo ella —, ¿sabías que el cielo es azul?

En Admisión pregunta por Elena Romero. El administrativo mira su reloj con cierto aire de reprobación. Entonces él añade: “oncología”, y el chico se inclina sobre un libro de registro y al cabo de un instante le indica la planta y el número de la habitación.

Junto a Elena, en una habitación silenciosa y con un horrible olor a ganas de huir, encuentra a la madre aún dormida, vestida,  sobre una cama sin deshacer. Ella está acostada en la cama junto a la ventana. Tiene el rostro tapado por un libro que sostiene entre las manos, en una de las cuales tiene cogida una vena. En ambas palmas se aprecian unas desgarradoras marcas oscuras. Se acerca a ella, que sin bajar el libro le dice de pronto:

Hola, aburrido. Te has decidido al fin.
¿Qué…?— teme o desea preguntarle, saber, pero completa la pregunta más fácil —¿… qué tal estás?

Elena baja  el libro y lo deja abierto encima de la colcha. Tiene el pelo muy corto, incipiente, no, probablemente lo está perdiendo,   y la cara pálida, sin el color vívido de la última vez que la vio.

Ahora mejor — sonríe extendiendo los brazos abiertos hacia él.

Pedro se inclina y la abraza intentando mostrar  cierta frialdad. Ella lo mantiene sujeto, cerca, sin hablarle. Luego afloja el abrazo y él se sienta en la cama con aspecto más relajado. Parece reconfortado. Ella le coge la mano en un guiño antes familiar y con la otra le acaricia la mejilla. Gestos simples de mar en calma. Pedro mira por la ventana. El Sol empieza a colarse nuevamente a través de un cristal. Por los diminutos huecos de la persiana le llegan los rayos a la cara. Cierra los ojos y se deja caer sobre el cuello de Elena. Todos los reproches, todas las dudas, se van disipando.

A veces… — dice ella en un susurro que suena a disculpa—, a veces, las cosas pasan, sin más.

Quizás, piensa él. No quiere separarse, no mientras pueda. Ella continúa justificando su comportamiento pero a él le conforta más el contacto, saber que aún puede sentir, que no todo está perdido, que aquello que ella descubrió continúa existiendo, acaba de descubrirlo a través de esa confusa sensación de asfixia y esperanza.

Camino de los aparcamientos observa las margaritas que tapizan el césped. Entra en el coche, baja las ventanillas y realiza una inspiración profunda. Ya en la carretera se desvía del camino que conduce al trabajo y se dirige al parque que a aquella hora de la mañana está prácticamente vacío. Tras bajarse del coche, camina  durante un rato hasta encontrarse cerca del lago, se sienta sobre la hierba a contemplarlo sin hacer ningún esfuerzo por pensar, se tumba y permanece un rato mirando al cielo, luego cierra los ojos y busca la voz de Elena en su interior. Tiene  entonces la certeza de que ella volverá, de que ya ha vuelto.

En el trabajo apenas permanece un par de horas, pone una excusa y sale antes. De regreso a casa no coge por la autopista, sino por una carretera secundaria. Un trayecto más largo salpicado  habitualmente por camiones. No es la misma y milimétrica lentitud, ni el engranaje opresivo de cada mañana que tan rápido  dibujó Elena.  Siente que es un ritmo que puede manejar. Se detiene en el arcén y sale del coche para contemplar el espacio que lo rodea. Coge el móvil y escribe un mensaje: “Azul, el cielo es azul”.