viernes, 19 de diciembre de 2014

PÁVEL





 
Parece que te estoy viendo ahora mismo: “Nunca llegarás a nada, Pável. Mira a tu primo Sergey, ya ha ganado una medalla al mérito en el trabajo”.  Jódete, viejo, todas las medallas están ya en los anticuarios y pronto no quedarán ni mi primo ni otros de su calaña  para poder añorarlas.

Él estará ahora ahí, junto al resto,  gritando contra los nuevos tiempos, con sus banderitas y  sus cánticos. Nunca me aprendí ninguno, lo siento madre. Sé que no soportabas la tensión cuando el viejo empezaba a maldecirme. “Vamos, hijo, ¿qué te cuesta?  Yo sé que eres bueno, repite conmigo, vamos,  hijo…” No madre, no podía, no podía retener las frases dentro de mi cabeza. Lo intenté, créeme. Yo querías ser como los demás pero él pensó que no, que lo hacía por despecho, para avergonzarlo. Maldito vejestorio. Ojalá los gusanos hayan dado cuenta de hasta el último de tus podridos huesos. Escucha, escucha como gritan. Óyelos cantar. Pronto tu viejo camarada  Kolia te hará compañía. Ya quedan pocos. Estoy disfrutando de mi nuevo trabajo. Llevabas razón, acabaría de barrendero, pero lo que no imaginabas era lo que iba a terminar limpiando. Óyelos.  Los escucho desde aquí. Cantan sí, cantan y gritan. Déjalos desgañitarse.

Ojalá Sergey viniera acompañando a Kolia. Seguramente fingiría alegría. “Hola, primo”, me diría, “cuánto tiempo sin verte”. Me abrazaría y al chocar contra mi pecho sentiría el arma debajo del abrigo y se echaría hacia atrás sorprendido y asustado, sí asustado, padre, tu sobrino es un cobarde, lo sé porque yo un día lo fui. Leería en mis ojos su destino, como aquella vez en el patio de casa,  cuando se ofreció a ayudarme con la leña que me mandaste a cortar como castigo. “Trabaja como un hombre, desgraciado”, “Padre –te supliqué-, está nevando”, pero me atravesaste con la mirada y me empujaste hacia afuera: “Demuestra que mereces el pan que te comes. No soporto descubrir cada día lo inútil que eres”. Lo inútil que eres. Sí, esas palabras me ayudaron a combatir el frío, me hicieron arder por dentro y aún no se ha extinguido la llama. Y entonces llegó él, con otra hacha, dispuesto a ayudarme, a humillarme aún más y yo lo miré fijamente y no nos dijimos nada, se dio media vuelta y se marchó.

Ya le quedará poco a la manifestación. Ahora se concentrarán en la plaza Puskhin, Kolia tomará el micrófono y gemirá como una  plañidera contra las injusticias, luego se dispersarán y entonces  bajará a su casa, hinchado como un pavo real.  Ven Kolia, no tardes.

Cómo me gustaría desenterrarte, viejo, y ponerte aquí, en el asiento de atrás de tu asqueroso Lada, para que contemplaras mi trabajo.  Me dirías: “Saluda al camarada Kolia, Pável”. “Hola señor Nikolay; mis respetos”. “¿Qué es eso, Pável?”, “Ah, ¿esto? Esto, señor Nikolay, es una Ruger de 9 mm, y estas muescas que ve aquí, en la empuñadura, son camaradas que han ido a hacerle compañía a su  amigo Mihail”. Oh,  cabrón, seguro que estarás encantado de tenerlo allí abajo contigo. Podréis organizar una célula para luchar contra el diablo.

Te demoras, bastardo, pero da igual; esperaré. Cuando acabe saldré por abajo, hasta el hotel Berlín, allí me encontraré con Oleg y beberemos para celebrarlo, como cuando nos escapábamos al parque siendo adolescentes y él  sacaba la petaca y la blandía como una bandera delante de mi cara: “Vodka, camarada, sangre bolchevique para el cuerpo”.   Lo siento, madre, ni acertaste con el viejo ni con mis amigos. El padre de Oleg lo tuvo claro desde el principio. “Mi padre dice que nos vayamos preparando”. Qué razón tenía, amigo, qué poco tardó en llegar el gobierno de los fuertes.  Parece que aún oigo a tu padre: “Vamos a limpiar el país”. Ves, madre, no hacía falta repetir tantas veces la canción. La verdad estaba en la calle, no en esos libelos amarillentos.

“Oleg no es buena compañía, Pável”, “¿Por qué, madre?”. “No lo ves, pobre Pável, estás cegado por el odio”. No, madre, la ciega eras tú. Míralo, nunca me ha fallado. Te contaré algo, madre. Como tantas veces, una tarde en el colegio me rodearon. Yo me oriné encima porque sabía lo que me esperaba y entonces, inesperadamente,  llegó él y le bastó decir en voz baja: “Dejadle en paz”, y todos se apartaron con el rabo entre las piernas y entonces se acercó y me ofreció beber de su petaca. ¿Lo entiendes, madre? “A ser valiente se aprende”, me dijo. ¿Recuerdas aquel día, verdad? Llegué ebrio, oliendo a alcohol y a meado. Me llevaste corriendo a la parte trasera de la casa y empezaste a llorar mientras me quitabas la ropa. Yo estaba feliz, por primera vez en mucho tiempo me sentía feliz, y tú, en cambio,  parecías decepcionada. Ese día comprendí que sólo podría confiar en Oleg.

Un momento, por ahí llegan. Me echaré hacia atrás. Ahora se despedirán y lo dejarán a él solo. Cuando meta la llave en el portal saldré del coche y lo empujaré dentro. Creerá que vengo a incorporarme a su lucha. Pobre viejo. Pronto beberemos de tu petaca, Oleg, amigo y cerraremos los ojos escuchando a tu padre citando a Malaquías: “No quedará de ellos ni raíz ni rama”

viernes, 21 de noviembre de 2014

TODO ACABA ALGUNA VEZ



        


 



   ¿Has visto lo mal que está Raúl?
   No —respondió Marta—, no me he fijado.
   Está fatal de la espalda. No creo que pueda seguir durmiendo en el sofá.
   Desde luego —dijo Marta con frialdad—, ese sofá nunca fue muy cómodo para dormir.
   Bueno… al menos, para dormir tantos días seguidos.

Antonio se dirigió al sofá y se sentó en él.

   Ven —llamó a Marta haciéndole un gesto para que se sentara a su lado.

Ella se acercó y se sentó dónde le indicó Antonio. Miró la puerta entreabierta de la cocina. La encimera estaba reluciente. Se miró las manos. La yema de los dedos.  Antonio seguía  hablando.

   …¿lo entiendes, verdad?

Marta se giró hacia él. Se detuvo en algunos detalles de su rostro, las arrugas marcadas entre las cejas, la barba rala, el incisivo montado sobre el canino, el hueco deformado del premolar. …

   … tú estás mal, pero estás mal,… ya sabes,… de lo tuyo,… pero físicamente…
   ¿Qué?
   …físicamente estás perfecta.

Le  dio unos golpes en los muslos y luego le tocó el mentón. Ella emitió un gesto de dolor y él la atrajo hacia sí y le dio un abrazo.

   Lo siento, cariño. A veces te pones de una manera que cuesta controlarse. Ya sabes cómo soy.
   Sí –dijo ella sin apartarse—; ya lo sé.
   Pues eso… entonces —continuó— creo que lo mejor es que duermas tú en el sofá unos días.

Marta se deshizo del abrazo.

   ¿Yo?
   Mujer, no pensarás que iba a dormir yo en el sofá y él contigo, ¿no?
   No, había pensado que volviera a su casa.

Antonio apoyó su mano con dureza sobre el muslo de Marta y empezó a apretar con fuerza.

   ¿Otra vez? Es que no entiendes que todavía no puede volver, que no tiene adónde ir. Es mi amigo, -acercó su rostro al de Marta- no me gustaría tener que repetírtelo.

Ella no contestó. La encimera brillaba, pero le pareció ver algo de polvo sobre la campana extractora.

   Además, ya lo sabes: todo acaba alguna vez. Tráeme una cerveza. No quiero discutir más esto. Cuando venga Raúl le dices que dormirás tú en el sofá.

 
Marta se levantó  y se dirigió a la cocina. Abrió el frigorífico, sacó una cerveza. Abrió el cajón de los cubiertos para coger el abridor. Miró un instante los cubiertos ordenados, una fila de tenedores, otra de cucharas, un separador, otra fila de cubiertos de postre. El hueco del cuchillo en el cuchillero.

   ¿La traes o tengo que ir a buscarla?
   No, ya voy —respondió algo nerviosa-. Bien fría, como te gusta. ¿Le llevo otra a Raúl? Está a punto de llegar, a él no le gusta tan fría como a ti.
   Buena idea. ¿Ves? Es mucho más fácil así.

Le dejó ambas cervezas y el abridor sobre la mesa frente al sofá.

   Iré a coger mis cosas para esta noche.
   Sí, claro, llévate de camino su pijama. Lo guarda aquí.

Antonio sacó el pijama de dentro de  un bolso negro que estaba junto al sofá.

   Ah, y las zapatillas que están en el  cuarto de baño. Y ya te traes tus cosas a este cuarto de baño. Así no tendremos que estar liados de un lado para otro.

En ese instante sonó el timbre de la puerta. Antonio dio un salto y se levantó, tirándole encima el pijama a Marta.

   Ya está aquí Raúl, anda llévatelo.

Cogió el pijama y se marchó con él a la habitación. Antonio abrió la puerta y saludó a Raúl. Desde la habitación oyó a Antonio saludarlo. Luego hubo un instante de silencio. Se acercó a la puerta para intentar oír algo, pero no parecían hablar. De pronto, Raúl soltó una risa nerviosa  y acto seguido Antonio lo mandó a callar. Marta se giró de nuevo a la cama, levantó la almohada, acercó la mano a la hoja de acero y sintió el frío sobre los dedos. Se apartó y dejó caer de nuevo la almohada. Entonces se llevó la mano al mentón y apretó con fuerza. Al fondo del pasillo escuchó ahora con claridad a Raúl.

   Está demasiado fría para mí, mejor me la tomo con algo, ¿queda queso?
   Sí, coge lo que quieras. Ya sabes donde están los picos.
   ¿Con qué cuchillo corto el queso, Antonio?

Marta se apresuró por el pasillo.

   Coge cualquiera del cuchillero.
   Vale, pero…
   Hola Raúl, -dijo de pronto Marta entrando en la cocina- siéntate con Antonio, no te preocupes, ya os corto yo la tapa y os la llevo a la mesa.
   Hola Marta —saludó Raúl- ¿dónde vas tan cargada?
   Ah, no,.. es sólo mi pijama y el neceser… creo que será mejor que duermas con Antonio unos días… a mí no me importa dormir en el sofá y sé que tienes la espalda fatal y…
   No mujer,  de ninguna manera —la voz de  Raúl le sonó distinta, quizás lejana.
   Sí, claro que sí… eres el… nuestro invitado... lo estás pasando mal, no vamos  a permitir encima que acabes con una hernia de…
   Un pinzamiento…
   Bueno, eso… que no puedas levantarte. Yo tengo la espalda perfecta, gracias a Dios. Siéntate con Antonio, anda. Ya me encargo yo de esto.
   Gracias, Marta, no sé cómo os voy a poder pagar esto, en cuanto pueda…
   No te preocupes —apostilló ella pasándole la mano por la espalda—: todo acaba alguna vez.