jueves, 26 de abril de 2012

El niño que convirtió una playa en un desierto



A todos mis niños con TDAH

Pablo se tiró a la piscina dispuesto a probar sus nuevas gafas de buceo. En el fondo vio un tapón negro con una anilla. Metió su dedito dentro de la misma y tiró con fuerza. Unos minutos después, todos los niños estaban jugando al futbol en el fondo de la piscina sin agua. Los padres protestaban y el encargado de tomar medidas contra los disturbios anotaba en una hoja el nombre del infractor.
Después de aquello, a Pablo le pegaron  una pegatina en la frente que  rezaba:

PROHIBIDA LA ENTRADA A TODAS LAS PISCINAS

Así que sus padres decidieron llevárselo al lago.

En el fondo del lago había muchas piedras y Pablo tuvo que ir levantando cientos de ellas hasta descubrir el tapón. Lo demás fue igual de fácil: tirar de la anilla y esperar. Boquiabiertos, los peces anaranjados  zigzaguaban a ritmo de esto es el fin  sobre las  piedras desnudas.
El pescador de salmones llamó urgentemente desde su Smartphone y la guardia de lagos dulces se presentó más indignada que rápida.
Sobre la misma pegatina - puesto que el fondo para pegatinas del Instituto de Lagos y Pantanos se agotó en febrero – los guardas anotaron a mano la siguiente prohibición

PROHIBIDA LA ENTRADA A TODOS LOS LAGOS Y A TODOS LOS PANTANOS

Así que sus padres decidieron llevárselo a la playa.

Cuando llegaron a la playa, lo primero que hizo Pablo fue preguntarle a un señor que estaba sentado encima de una torre de madera extremadamente alta:

-         -  ¡¡Señor, señor!! – gritó- ¿Esta playa tiene tapón?
-          - No, hijo, las playas no tienen tapones;  tienen mareas.
-          - ¿Y la marea tiene tapón?
-          - No. Las mareas van y vienen – respondió de nuevo el señor de la torre.
-           - Pero  -insistió Pablo con la voz desgarrada por la urgencia- ¿Por dónde se marcha la marea?
-          - Por allí – señaló el horizonte con seguridad desde lo alto-, siempre en aquella dirección.

Pablo se colocó sus gafas de buceo y salió corriendo detrás de la marea, que iba en dirección contraria a las olas. Puso en marcha el limpiaparabrisas para librarse de las algas que disminuían su visibilidad,  y  apenas llevaba diez minutos buceando cuando encontró una gran anilla pegada a un tapón con forma de cangrejo ermitaño. Tiró de ella con la fuerza que da la  ilusión del descubrimiento y se sentó allí mismo a mirar como la marea cambiaba el suave vaivén por una huida apresurada hacia  el ojo del huracán que acababa de abrirse.

Cuando el agujerito se tragó a todos los peces y a todos los cangrejos y  el agua  había desaparecido por completo, Pablo volvió a colocar el tapón, se puso de pie y saludó a todos los veraneantes que corrían hacia él, estruendosos y ¿entusiastas?, moviendo los brazos alborozados para  poder compartir la alegría de encontrarse con un erial de arena infinita justo donde antes estaba la playa.

martes, 17 de abril de 2012

En mi cabeza ... (primera versión)



En mi cabeza siempre suena una canción de Edith Piaf, un gorrioncillo triste que me empuja hacia el pasado. Marlene, la prostituta francesa de la esquina, no sólo las tiene en la cabeza, sino que en lugar de masticar chicle, canta sus canciones. Por eso a ella la llaman, la melancólica. Es muy bajita y enclenque, casi un suspiro en medio de esas rubias del este que bracean como jugadoras de la NBA a su lado.

Marlene fue mi novia. Durante una tarde al menos, fue mi novia. Sentados en la esquina de Callao, sobre el cartón desmantelado del embalaje de un frigorífico, nos prometimos todo lo que nos permitió la botella de Cacique que le entregó como propina su último cliente. Se dejó dormir apoyada en mi hombro. Esa día cogí más dinero del habitual, pero no el suficiente como para que lo nuestro perdurara.

Se despertó sobre las doce de la noche, justo a la hora de empezar a trabajar. Miró al perro. "¿Cómo has dicho que se llama el chucho?". "Quince", le respondí. Acarició a Quince con dulzura mientras miraba   la taza con las monedas. "Hay por lo menos diez euros", le dije animado. "Por diez euros no hago yo ni una paja", adujo ella, desmontando mi ilusión transitoria. Abrió su bolso plateado, sacó un pintalabios gastado y se dibujó unos labios postizos de un rojo alarma que me impresionó. "Me voy a lo mío. Adiós". De buena gana hubiera ido detrás de ella, pero si dejas un rato la esquina viene otro y te la quita.

Una prostituta casi enana, un mendigo  triste y un sucio perro callejero. Farolas.  Otras farolas más, casi como un añadido del  mobiliario urbano.  Inadvertidas sombras que sirven de contrapunto en el vaivén cotidiano.

Hay una pequeña lucha previa a la aceptación. Durante el forcejeo te dedicas a encontrar sentido, un nuevo sentido a las cosas. A ordenarlas. Contar, encontrar secuencias lógicas. Treinta farolas, doce policías, veintiséis putas: veinticinco rubias y una  morena. Un perro abandonado en la farola número quince. Una puta que no se tiñe. Ocho  calles, dieciséis  esquinas.  Media hamburguesa de pollo con chédar que una niña anoréxica decide dejar sobre mis rodillas en lugar de en la papelera. El abismo. El abismo de los otros.

Hubo un tiempo en el que yo también formaba parte de lo visible. Estudiaba, amaba y era amado. Tenía llaves en el bolsillo. Restregaba las penas, las dudas  y las esperanzas sobre un colchón mullido cada noche. Hubo un tiempo en el que Edith Piaf sonaba en un cd.